quarta-feira, 15 de setembro de 2010

Naim - Barclay


LA COMPASIÓN DE JESÚS
Lucas 7:11-17
Poco después, Jesús fue a un pueblo que se llamaba Naín, en compañía de muchos de sus discípulos y de una gran
cantidad de seguidores.
Cuando ya estaba cerca de la entrada del pueblo -¡fijaos!- se encontró con una comitiva de entierro; el que había
muerto era el hijo único de una mujer viuda, a la que acompañaban muchos del pueblo.
Al Señor le dio mucha pena verla así, y le dijo:
No llores más.
Y entonces se puso delante de la comitiva, y puso la mano en el féretro, de forma que los que lo llevaban se
detuvieron. Y dijo:
- ¡Joven, te estoy hablando a ti, levántate!
Al instante, el que había estado muerto se incorporó y empezó a hablar, y Jesús se lo devolvió a su madre. Todos los
presentes estaban llenos de santo temor, y se pusieron a dar gracias a Dios y a decir:
-¡Ha aparecido entre nosotros un gran profeta como los antiguos! ¡Dios ha intervenido en ayuda de su pueblo!
La noticia de lo que había sucedido se fue extendiendo por toda Judea y por las tierras de alrededor.
En este pasaje, como en el inmediatamente anterior, el que hace el relato es el médico Lucas. En el versículo 10 nos había
aparecido un término médico que tradujimos como completamente restablecido, que indica una total curación de la cabeza a
los pies. En el versículo 15, la palabra para sentarse corresponde al término médico que se usa para estar sentado en la cama.
Naín estaba a un día de camino de Cafamaún, entre Endor y Sunén, donde Eliseo había resucitado al hijo de otra madre (2
Reyes 4:18-37). Hasta el día de hoy, a diez minutos andando desde Endor hay un cementerio de tumbas hechas en la roca.
En muchos sentidos ésta es la historia más bonita de los evangelios.
(i) Nos habla del dolor y de la angustia de la vida humana. La procesión fúnebre iría precedida por una banda de plañideros
profesionales, con flautas y címbalos, lanzando sus gritos y lamentos en un verdadero frenesí; pero todo el dolor inmemorial del
mundo se encierra en la austera frase «hijo único de una mujer viuda.» «Nunca se pasa del crepúsculo matutino al vespertino sin
que se quiebre de dolor algún corazón.» Como dice Shelley en su lamento por Keats,
Mientras los cielos estén azules y los campos verdes,
la tarde introduzca a la noche, y la noche espere al mañana;
un mes seguirá a otro con dolor
y un año a otro año con duelo.
El poeta latino Virgilio dedica una frase inmortal a «las lágrimas de las cosas» - sunt lacrimae rerum. Vivimos en un mundo
de corazones rotos.
(ii) A lo patético de la vida Lucas superpone la compasión de Cristo. A Jesús se le conmovió el corazón. No hay una palabra
más fuerte en griego para la compasión que la que una y otra vez se aplica en los evangelios a Jesús (Mateo 14:14; 15:32;
20:34; Marcos 1:41; 8:2).
Para el mundo antiguo esto tiene que haber sido sumamente sorprendente. La filosofía más noble de la antigüedad era el
estoicismo, y los estoicos creían que la característica principal de Dios era la apatía, la incapacidad para sentir. Y lo razonaban
diciendo que, si alguien puede hacer que otro esté triste o apesadumbrado, alegre o gozoso, eso quiere decir que, al menos por
un momento, puede influir en el otro, es mayor que él. Ahora bien, nadie puede ser mayor que Dios; por tanto, nadie puede
producirle a Dios un sentimiento; por tanto, Dios es incapaz de sentir.
Pero aquí se le presentaba al hombre antiguo la sorprendente idea de Uno que era el Hijo de Dios, cuyo corazón se conmovía
de piedad. La frase del profeta de que «en toda angustia de ellos Él fue angustiado» se cumple en el Hijo de Dios hecho «Varón
de dolores, experimentado en quebranto» (Isaías 63:9; 53:3). Para muchos de nosotros esa es la revelación más preciosa del
Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo.
(iii) A la compasión de Jesús añade Lucas el poder de Jesús. Jesús fue y tocó el féretro. No sería un ataúd, porque no se
usaban entonces, sino una especie de espuerta suficientemente grande para llevar el cadáver a la tumba. Fue un momento
dramático; como dice un gran comentarista, «Jesús reclamó para sí al que la muerte había asido como su presa.» Jesús no es
sólo el Señor de la vida; es también el Señor de la muerte, porque la ha vencido y ha triunfado del sepulcro, y ha prometido que,
porque Él vive, los suyos vivirán también (Juan 14:19).

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